En México, según datos del INEGI, más de 20 millones de personas viven con alguna discapacidad o limitación permanente. Sin embargo, más allá de las cifras, lo que permanece invisible es el trato que la sociedad les da cotidianamente: burlas, exclusiones y comentarios que parecen inofensivos, pero que son una forma de violencia. A ese fenómeno se le llama capacitismo.
El capacitismo es una discriminación estructural que reduce a las personas con discapacidad a su condición física, cognitiva o sensorial, negándoles el reconocimiento pleno de su humanidad. Se expresa en el rechazo a la diferencia, en la falta de accesibilidad, en las etiquetas despectivas y en las burlas que tantas veces se normalizan como “chistes”.
Yo lo viví en carne propia. Se rieron de mi cuerpo, de mi voz, de mis gustos, de mis movimientos involuntarios. No fueron bromas inocentes. Fueron actos conscientes que buscaban marcar una diferencia de poder: ellos “normales”, yo “diferente”. Ese patrón no solo me dañó a mí, también refleja lo que viven miles de personas con discapacidad en este país.
La discriminación no es solo individual, es cultural. Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS), más del 50% de las personas con discapacidad en México reportan haber sido objeto de burlas o rechazo por su condición. Esta cifra revela que no estamos frente a casos aislados, sino ante un problema estructural que atraviesa generaciones.
Alzar la voz frente al capacitismo no es una queja personal: es un acto político y social. Porque si callamos, los mismos patrones se repetirán en las escuelas, en los centros de trabajo, en las calles. Callar es permitir que las nuevas generaciones crezcan en un entorno que legitima la burla y la exclusión.
Nombrar el capacitismo es incomodar, y precisamente ahí radica su fuerza. La memoria no debe borrarse; el rencor no es odio, es dignidad. Recordar lo que nos hicieron es una forma de resistencia y una advertencia: no podemos permitir que las próximas generaciones crezcan en un mundo donde la burla hacia la discapacidad sea tolerada.
La verdadera inclusión no empieza con discursos vacíos ni campañas de sensibilización aisladas. Empieza con la conciencia de que cada palabra, cada gesto y cada acto cuentan. Empieza cuando dejamos de ridiculizar la diferencia y comenzamos a reconocerla como parte de nuestra humanidad compartida.
Yo no olvido y no perdono, porque mi dignidad está en la memoria. Y en esa memoria está también la fuerza para exigir un cambio real.

Comentarios
Publicar un comentario