Recientemente leí una publicación del Instituto Mexicano de Sexualidad en la Discapacidad, donde se defendía la idea de que las personas con discapacidad no somos “un trago amargo que se deba pasar con amor”, sino seres humanos capaces de dar y recibir placer, sin que necesariamente tenga que mediar el amor. El texto invita a desromantizar la sexualidad, a concebirla como una dimensión fundamental del ser humano que puede ejercerse libremente, incluso a través de encuentros casuales, sin culpa y sin miedo.
No puedo dejar de reconocer el valor de este planteamiento. Durante mucho tiempo, la sociedad nos ha visto como sujetos “desexualizados”, como si el deseo, el erotismo o el derecho a la intimidad fueran privilegios exclusivos de quienes no tienen una discapacidad. Romper con ese mito es urgente y liberador. Coincido plenamente en que merecemos vivir nuestra sexualidad de manera natural, espontánea y sin culpas.
Ahora bien, también creo necesario matizar. Y aquí es donde entra mi opinión personal.
Mi visión personal: entre romanticismo y realismo
En lo personal, aunque tengo poca experiencia, me considero un romántico. Para mí, el vínculo afectivo previo a la intimidad es un valor que enriquece la experiencia y le da sentido. No niego la posibilidad del placer en el sexo casual, pero desde mi perspectiva, hay algo profundo y significativo en compartir el cuerpo después de haber compartido el corazón.
Dicho esto, hay una realidad que no se puede soslayar: para las personas con discapacidad, el sexo casual enfrenta barreras adicionales. No hablo solo de lo logístico —accesibilidad de espacios, apoyos, tiempos—, sino también de lo emocional y de lo social. Un encuentro ocasional puede volverse riesgoso, ya sea por la falta de preparación, la vulnerabilidad frente a abusos o simplemente por la ausencia de condiciones seguras. En mi no tan humilde opinión, sería irresponsable no señalar estos matices.
Libertad con responsabilidad
No pretendo invalidar la postura del Instituto. Al contrario, celebro que se abra el debate y que se rompan esquemas que nos han oprimido por años. Sin embargo, creo que no se trata de elegir entre romanticismo o desromantización, sino de encontrar un punto de equilibrio: reivindicar el derecho al placer y a la libertad sexual de las personas con discapacidad, pero también reconocer las particularidades que nos atraviesan y los riesgos que enfrentamos.
La clave, pienso, está en la preparación. Así como se habla de educación sexual integral para todos, debería hablarse también de educación sexual adaptada y accesible para personas con discapacidad: con información clara sobre autocuidado, consentimiento, métodos de protección y, sí, también sobre la posibilidad de decidir si se quiere o no un encuentro casual, con o sin amor de por medio.
Cada quien su ritmo
Al final del día, como decía mi madre en paz descanse, “cada quien su cola y que la mueva al ritmo que mejor le acomode”. Habrá quienes encuentren plenitud en el placer inmediato, y quienes, como yo, valoren más el lazo afectivo previo. Ambas posturas son legítimas y necesarias, siempre y cuando se ejerzan desde la libertad, el respeto y la seguridad.
Lo importante es que las personas con discapacidad no sigamos siendo vistas desde la lástima ni desde el prejuicio, sino como lo que somos: seres humanos con deseo, con derecho al amor, al placer y, sobre todo, a decidir cómo vivir nuestra sexualidad.

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