El escándalo del deseo: romper con el mito de la pureza en la discapacidad
Hay algo profundamente perturbador en la manera en que una parte de la sociedad sigue viendo a las personas con discapacidad: como si fuéramos eternos niños, criaturas despojadas de deseo, pureza encarnada en cuerpos que, según la lógica capacitista, no tienen derecho a experimentar placer, intimidad, romance o aspiraciones de pareja. Y cuando se enfrentan a la evidencia de que sí deseamos, soñamos y buscamos lo mismo que cualquier otra persona —una cita, una relación, un encuentro sexual, o simplemente la oportunidad de coquetear—, no sólo se sorprenden, sino que se escandalizan.
En las aplicaciones de citas, por ejemplo, no faltan quienes se atreven a “regañar” a una persona con discapacidad por estar allí, como si el simple hecho de intentar ligar fuese un acto indebido, impropio o hasta grotesco. Lo que debería ser un espacio común de interacción se convierte en un espejo que refleja los prejuicios más crudos: la idea de que nuestros cuerpos no son válidos para el amor ni para el deseo.
La infantilización constante
Ese fenómeno tiene un nombre: infantilización. Se nos mira como seres asexuados, angelicales, siempre “puros”. Una visión que en apariencia puede sonar tierna, pero que en realidad es violenta, porque nos niega humanidad. Al final, lo que nos hace personas es justamente esa gama completa de matices: la capacidad de amar, de desear, de fantasear, de equivocarnos, de tener experiencias profundas y también superficiales.
Reducirnos a símbolos de inocencia eterna es una forma más de marginación. Es capacitismo disfrazado de compasión.
El derecho al deseo
El deseo sexual, las fantasías y la búsqueda de pareja no son lujos ni extravagancias. Son expresiones humanas básicas. Negar que una persona con discapacidad pueda tenerlas es tan absurdo como negar que pueda estudiar, trabajar, votar o tomar decisiones sobre su vida. Y, sin embargo, ahí están los prejuicios, disfrazados de “cuidado” o “preocupación moral”.
Ese doble estándar se hace evidente cuando una persona sin discapacidad habla abiertamente de sus ligues, sus citas, sus encuentros sexuales, y recibe palmaditas en la espalda o aplausos. Pero cuando alguien con discapacidad hace lo mismo, entonces surgen las caras de horror, las risitas incómodas o los sermones moralistas.
El capacitismo está cabrón
La crudeza de la realidad es que el capacitismo está metido hasta los huesos en la cultura. Está en los comentarios que nos infantilizan, en las bromas que nos deshumanizan, en los silencios incómodos que se producen cuando hablamos de nuestra vida afectiva. Está en la educación, que rara vez aborda la sexualidad de las personas con discapacidad, y en los medios de comunicación, que siguen prefiriendo representarnos como héroes de superación o víctimas eternas, nunca como sujetos de deseo.
El problema es estructural: mientras no se entienda que la discapacidad es parte de la diversidad humana y no un estado de excepción, seguirá habiendo gente con el criterio limitado que se asombre o se indigne porque buscamos lo que por naturaleza nos corresponde.
Educar, incomodar y resistir
Es urgente educar a la sociedad para desmontar estos prejuicios. Y eso implica incomodar, señalar, cuestionar los comentarios y actitudes que nos niegan el derecho a vivir plenamente. No se trata de pedir permiso para desear, sino de exigir respeto para vivir nuestra sexualidad con libertad y dignidad.
Las personas con discapacidad no somos angelitos ni niños eternos. Somos humanos, con todo lo que eso implica: contradicciones, pasiones, sueños, frustraciones, ganas de reír, de llorar, de besar y de hacer el amor. Y mientras la sociedad siga escandalizándose por lo evidente, tendremos que seguir repitiendo con voz firme: el capacitismo está cabrón, y sólo se va a derrumbar si lo enfrentamos de frente, sin pedir disculpas por existir como somos.

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